La vulgaridad se ha convertido en un fenómeno universal y ha acabado por apoderarse de la política y pervertir la democracia. Hace un siglo, José Ortega y Gasset avisó de la existencia de una epidemia de vulgaridad y hemos vuelto a las mismas. Vulgaridad en la manera de dirigirnos a los otros, en el lenguaje con el que hablamos, en la forma que interpretamos el mundo. Los vulgares han alcanzado el poder en casi todos los órdenes de la vida.
Otro filósofo como José Antonio Marina ha escrito que hay una frase en boca de muchos, que es el compendio de la vulgaridad: “No me arrepiento de nada”. Es la vulgaridad ensoberbecida, la imbecilidad triunfante, la dignidad de los indignos. Algunos políticos alardean de ello como si fuera el ideal democrático, cuando debería serlo reconocer los errores, corregir los excesos y comprender a los otros. De otra manera, ponemos en peligro la convivencia.

Lo vulgar triunfa, lo que explica en parte el mundo en que vivimos. La elegancia ha desaparecido de la política. El “me gusta la fruta” de Isabel Díaz Ayuso es un monumento a la zafiedad, convertido en un icono de la astucia. La cumbre de los presidentes autonómicos celebrada en Barcelona estuvo trufada de detalles vulgares, que tuvieron a la presidenta madrileña como protagonista.
A medida que la política gana ordinariez, se pone más en peligro la convivencia
Primero, se encaró con la ministra de Sanidad, a la que negó dos besos de saludo para recriminarle que la hubiera tratado de asesina, cosa que nunca la llamó, por los muertos de las residencias. Luego, se marchó de la sala cuando el presidente vasco y el catalán hablaron en su lengua materna, proclamando que “las lenguas regionales solo sirven para dividir.” Y finalmente, no respetó el turno de las ruedas de prensa de los presidentes autonómicos, para ser la primera en marchar a Madrid, donde la esperaba la pancarta Mafia o democracia, que es una apología de la vulgaridad.
Javier Gomá sostiene que la vulgaridad ha salido últimamente de los bajos fondos a los que la había confinado la cultura y ha devenido el discurso oficial de la democracia. Pero no es tanto el precio a pagar para ser demócrata, sino el inicio del largo camino a la ejemplaridad. En el caso de que los exabruptos y motosierras no se hayan impuesto en la Tierra.